Estoy de enhorabuena, celebrando, aunque sin mucho revuelo, que he cumplido un increíblemente largo año como el feliz y orgulloso dueño de esa maravillosa licencia de la que no soy capaz de separarme.
Es como una droga, no sabría decir si es por gusto, necesidad, una extraña mezcla, o por el hecho de poder desarrollar una profesión que me ha permitido por encima de todo conocer a esos compañeros con los que comparto este peculiar blog en el que todos nos dejamos el coco.
Nunca había pensado que en un solo año pudieran cambiar tanto las cosas. Parece que haya vivido un autentico terremoto. He pasado de dedicarme el día entero a estudiar (un ratito) y estar todo el día tirado en el césped con el balón en mano y una coca cola en la otra, mentira y gorda, estaba todo el día con la mejor y sin duda más paciente mujer del mundo (y los demás que se chinchen, jejeje), a empezar a trabajar mi licencia y olvidar que era eso de bajar del coche para “dormir”, curiosa costumbre esa.
Poco a poco me he dado cuenta que no sienta del todo bien. Sobre todo al ver esas caras raras cuando vuelves a casa, con la barba larga y unas ojeras que impiden que te reconozcan tus seres queridos. Con la oreja dibujada por ese bonito estampado de tu sillón. Cuando por fin te das cuenta de que todo ese humo que sale del incansable capó no es el viento rozando aerodinámicamente las esbeltas líneas de tu compañero de faenas, sino que necesita urgentemente una parada en boxes a echarse una siesta y tomarse algo fresquito (por fortuna no pide cambio de zapatillas cada vez, como otros caprichosos).
En ese momento recuerdas lo bien que se está en casita, sin tener que aguantar las caras largas y de estrés que llevan algunos, las insufribles historias a las que tienes que poner buena cara, y a esos otros clientes que por el contrario consiguen hacerte reír de tal manera que se te pasa el viaje más rápido que a ellos mismos. Te quitas el uniforme de faena, te tumbas un rato en la cama y te acurrucas a su lado. De repente estás en el paraíso, te sumes en un increíble sueño, y acto seguido un irritante sonido consigue sacarme de ese estupor, sonido que no se apaga por mucho que golpeo el móvil y lo lanzo contra la pared, hasta darme cuenta de que proviene de ese renovado, refrescado e inagotable (que se habrá tomado) coche. Esta vez lleva la cinta roja atada en la frente, como un ninja con ganas de lucha.
Le doy un buen beso antes de levantarme. Me pongo en pie de un salto y arranco rumbo a esa ya más que conocida parada. Pronto empiezo a encontrarme a los compis, a compartir y oír esas peazo carreras que nos ha repartido nuestro gentil portero, cada cual mejor que la anterior. Mientras, espero ansioso una de las mejores comidas de la semana, la otra sin lugar a dudas se ubica en viernes, donde enlazamos nuestras mentes pensantes para urdir un maquiavélico plan que nos tendrá entretenidos a lo largo de la semana.
Desde luego no puedo decir que durante este primer año me haya aburrido. Nuevas experiencias, nuevas expectativas y unas compañías que me facilitan el día a día.
